Infancia en California
Philip Marlowe habría nacido probablemente en 1902. Hijo único de madre soltera, quedó huérfano a temprana edad. A los seis años se cayó del techo del garage de su pueblo natal, Santa Rosa, a unas 50 millas al norte de San Francisco —escenario donde, años después, transcurrirá la película La sombra de una duda (1943) de Alfred Hitchcock. Muertos sus parientes (se supone que vivió con una tía), pasó algunos años en un orfanato, período del que, razonablemente, nunca le gustó hablar demasiado.
Aunque no hemos podido verificar sus registros académicos, se sabe que cursó estudios superiores durante un par de años en Oregon: ¿la University of Oregon (Eugene) o la Oregon State University (Corvalis, Oregon)? Salvo para contar un accidente deportivo (jugaba al rugby) que le destrozó la nariz (reconstruida en el quirófano), tampoco se refirió nunca a sus años de college, aunque es probable que, becado, siguiera algunos cursos de literatura, dados los conocimientos en la materia de los que gustaba hacer gala. En su madurez, al menos, podía conversar con fluidez sobre Flaubert, Anatole France, Shakespeare, T. S. Eliot, Hemingway o Kafka (autor que no le simpatizaba porque sostenía una concepción sobre la ley radicalmente diferente de la suya y, sobre todo, porque consideraba snobs a sus seguidores). Le gustaba contar historias (tenía una memoria prodigiosa y una obsesión por el detalle que muchos de sus contemporáneos hubieran querido para sí). Se conserva una parodia (que él atribuye a otro escritor) de un texto de Francis Scott Fitzgerald, “el más grande escritor borracho” de todos los tiempos. Tampoco hemos podido verificar su expediente militar, pero su edad lo habría eximido de participar en las dos grandes guerras del siglo XX.
Tenía ojos color café y pelo castaño oscuro que, en su madurez, encaneció ligeramente. Medía 1,84 de altura y era corpulento. Hacia finales de marzo o principios de abril de 1939 (cuando tenía 37 años) pesaba cerca de 90 kilos, diez más que su peso promedio, tal vez por el exceso de bebida o por la vida sedentaria: solía practicar algo de gimnasia y de boxeo pero, con los años, cada vez menos. A partir de 1947, cuando cumplió 45 años, comenzó a mentir su edad (más por necesidad profesional que por coquetería). En 1952, por ejemplo, confesaba 42. Entonces pesaba 87 kgs. Dos años después pesaría 84 kgs. Algo lo consumía por dentro.
Los Angeles Confidencial
En 1926, a los 24 años, se trasladó a Los Angeles, ciudad que no abandonaría sino hasta la década del sesenta. Trabajó como investigador de una compañía de seguros y luego, a las órdenes de Taggart Wilde, en la oficina del fiscal de distrito de Los Angeles, de donde fue despedido por insubordinación. En esos años, una de sus pocas amistades (de esas amistades anglosajonas que, como decía Borges, comienzan saltándose la confidencia y terminan obviando la charla) fue el jefe de Homicidios de la oficina del sheriff de Los Angeles, Bernie Ohls, quien intervendría en su favor todavía en la década del cincuenta.
Desde 1938 tuvo una oficina ruinosa en el sexto piso del edificio Cahuenga, en el centro de la ciudad, al lado del cual funcionó durante algún tiempo la cafetería Mansion House. Allí recibía a sus ocasionales clientes: luego de su despido consiguió una licencia de investigador privado pero (a diferencia, por ejemplo, de Sam Spade) siempre se negó a integrar una compañía de seguridad privada de las muchas que proliferaban en Los Angeles en su momento (solía burlarse de su amigo George Peters, quien trabajaba para la Organización Carne, una de cuyos normas internas rezaba: “Los funcionarios de la Organización Carne se visten, hablan y se comportan como caballeros en todo lugar y en todo momento. No hay excepciones a esta regla”).
Nunca aceptó casos de divorcio y, en general, siempre prefirió aquellos que lo pusieran en contacto con el “gran mundo”, debilidad enfermiza que en 1952 lo llevó a la playa de estacionamiento de The Dancers, un exclusivo club californiano donde conoció a Terry Lennox y, a partir de la aventura en la que se vio envuelto, a la que sería su única y tardía esposa.
Aunque no se conserven fotografías de Philip Marlowe (muchos pretendieron hacerse pasar por él), sabemos que sus rasgos no dejaban adivinar a un policía. Según sus propias palabras, la Sra. Grayle le habría dicho a fines de la década del treinta: “Es usted demasiado buen mozo para dedicarse a esa clase de faenas”. Era, en efecto, “buen mozo”, en el estilo de Cary Grant (parecido referido por Raymond Chandler) y muy consciente de su atractivo. En 1952, no sin ironía, le preguntó a un policía: “¿Quiere decir que porque soy alto, moreno y guapo alguien podría contemplarme?”, y hacia 1957 llegó a decir: “Si llego a quedarme un poco más me habría enamorado de mí mismo”.
Ese narcisismo exacerbado probablemente se originó en algún trauma de infancia no resuelto, fue causa de su recalcitrante soltería y oscureció sus relaciones con hombres y mujeres. En 1938 confesó: “Prefiero los gusanos. ¿Sabía Ud. que hay gusanos de ambos sexos y que un gusano puede amar a cualquier otro gusano?” (por cierto, otra forma de decir gusano es verme).
Gustaba de manejar categorías psiquiátricas y psicoanalíticas en su caracterización de las personas, si bien desconfiaba profundamente de los médicos. En última instancia, sólo había personas que le gustaban o que le desagradaban moralmente, pero nunca consiguió sostener una relación que no lo dañara o que no considerara una invasión de su mórbida tendencia a la desdicha.
En 1941 confesó ser “una persona de mentalidad amplia”. Apenas tres años antes (tenía entonces 36 años y pesaba poco más de 85 kilos) se lo oyó decir: “Las mujeres hacían que me sintiese mal”. En 1939, charlando consigo mismo o pensando en voz alta (prácticas, ambas, que cultivaba maniáticamente), dijo: “Es una buena chica (...). A cualquier tipo le conviene una buena chica”. Y se contestó: “Pero a mí no”. A fines de 1952 le contaba a un editor: “Me gustan la bebida, las mujeres, el ajedrez y algunas otras cosas”.
Pese a sus tensiones emocionales y sexuales (o precisamente por eso), las mujeres solían caer a sus pies. Le gustaban con igual intensidad las rubias y pelirrojas (“sinuosas, refulgentes, tenaces y pecadoras”) y los hombres altos y morenos (“no me era difícil comprender que las mujeres perdieran la cabeza por él”, reconoció de un tal Lovery en 1943), pero si hubiera que caracterizar su relación con las mujeres habría que decir que Philip Marlowe, esa máquina célibe, era intensamente misógino (una carcajada femenina bastaba para condenar al infierno a quien la había proferido). Por cierto, fiel a la época que le tocó vivir, fue también profundamente homofóbico.
Un corazón simple
Cuando ya nadie esperaba una claudicación semejante, se casó en 1958 con una rica heredera, Linda Potter, cuya hermana había sido brutalmente asesinada. Pero no estaba hecho para eso y el matrimonio no tuvo final feliz. Aunque las razones, queda dicho, eran un poco más complejas, en 1939 confesó: “Estoy soltero porque no me gustan las esposas de policías”.
Si aceptó casarse pese a sus prejuicios contra el matrimonio fue porque Linda se lo pidió en el peor momento de su vida, cuando estuvo al borde de la locura o el suicidio. Poco antes de dar el sí, había pensado: “Fuera adonde fuera, hiciera lo que hiciera, esto era lo que encontraría al volver: una pared vacía en una habitación vacía de una casa vacía. Dejé la copa en una mesita baja sin siquiera probarla. El alcohol no era la solución. Nada era una solución, excepto un corazón endurecido que no pidiera nada a nadie”.
Tortuoso, solitario, endurecido a fuerza de voluntad, no tenía amigos porque no le gustaba hablar de sí mismo ni de sus problemas. El único hombre que consiguió sostener una relación profundamente afectiva con él estaba también muy al borde y Marlowe terminó apartándose de él en 1952, harto de sus dobleces.
Aunque no llegó a ser un alcohólico (odiaba la debilidad que toda dependencia implica), muchas veces se emborrachó por el abatimiento moral que sentía. Sus episodios de angustia eran recurrentes: a fines de 1938 contaba: “Nadie vino a la oficina. Nadie me llamó por teléfono. Seguía lloviendo”. Por esa época la vida le parecía “bastante insípida”.
En 1947, contaba, “cuando me encontré en el silencio vetusto de la pequeña sala de espera, volví a sentir la sensación familiar de haberme caído al fondo de un pozo seco desde hace veinticinco años, al que jamás se acercará un ser humano”. Si la sensación se refiere a un episodio de infancia o no es imposible saberlo, pero lo cierto es que esa angustia existencial no lo abandonó nunca. “Ya está bien, Marlowe –se decía ese año infausto, al borde de la disolución–. No hay nadie. Nadie tiene ganas de hablar contigo. Colgué. ¿Y ahora a quién vas a llamar? ¿Tienes en alguna parte un amigo a quien le gustaría oír tu voz? No, ni uno. Tiene que sonar el teléfono. Necesito que alguien me llame, para reestablecer el contacto (...). Todo lo que quiero es romper esta atmósfera de planeta muerto.”
Vivió siempre en esa atmósfera, desgarrado, aprisionado en una dialéctica del ser y el parecer, que el existencialismo de moda en su época no hizo sino potenciar en él hasta la angustia: se consideraba un “dulce” pero necesitaba parecer “duro” (“Si no fuese duro, no estaría vivo. Si no pudiera ser dulce, no merecería estarlo”, le dijo a la que sería su esposa). Le gustaba que sus gemidos parecieran gruñidos. Quería transformar su belleza en un signo de virilidad. Podía frecuentar tanto los bajos fondos (a donde lo llevaban sus investigaciones) como la high society (a donde iba guiado por su curiosidad casi antropológica).
Fue, en suma, un individuo de clase media dominado por “la misma esperanza siempre frustrada de una vida fácil”. Pero esa vida fácil, que pudo inclinarlo hacia el delito (como a muchos de aquellos con quienes se cruzaba) o llevarlo a ser un zángano (como a su ocasional amigo Terry Lennox), en el fondo lo repugnaba por su ausencia de moral.
Verdad y método
Como detective (se lo recuerda como el más grande de todos los tiempos) era bastante miope y nunca veía lo evidente o, al menos, así es como le gustaba contar sus casos. El detective clásico (digamos, el Auguste Dupin de Poe) ve lo que está allí pero nadie ve. Marlowe, parecería, no ve aquello que cualquiera vería allí donde está. Cada vez que contaba una de sus aventuras todos caían siempre en sus trampas retóricas que son, en realidad, la máscara a partir de la cual nos muestra su incompetencia.
¿Cómo es posible que en todos sus “grandes casos” siempre se le escapara, hasta último minuto, la culpabilidad de las mujeres hermosas (Eileen Wade, Carmen Sternwood, Dolores, Velma)? ¿Cómo es que nunca fue capaz de reflexionar sobre la relación entre la culpabilidad criminal de esas mujeres y la culpa original (casi una antropología metafísica y católica) de la Mujer? Nos abstendremos de psicoanalizar a Marlowe, porque no viene al caso, pero allí está (en el fondo de su torturada conciencia) su madre soltera como única explicación posible de su imposibilidad para ver lo evidente (la culpa criminal y el lastre psicológico).
Su concepción de la ley era, como correspondía a su oficio, a su país y a su época, totalmente sustancialista y alejada de todo formalismo jurídico (nada de Kelsen, mucho de Carl Schmitt). De allí su confianza ciega en su propio criterio y en la ineptitud de cualquier institución jurídica. De acuerdo con su perspectiva siempre había una repartición de penas y castigos, pero siempre fuera del aparato burocrático, al que consideraba (no sin razón) corrupto. En 1939 Marlowe no entrega a la Justicia a una asesina porque era epiléptica y tomaba láudano. Exige, en cambio, que la pongan en tratamiento.
Raymond Chandler, un poco celoso de la heroificación que de Marlowe hacían sus lectores, llegó a decir que tenía “la conciencia social de un caballo”. Lo cierto es que su moral era bastante primaria. En 1958 cuenta cómo una mujer (malévola, como todas) arroja una colilla fuera del auto, estacionado en las montañas. Marlowe se baja del auto, lo apaga con el pie y dice: “Esto no se hace en las montañas de California, ni siquiera fuera de temporada”. La moral de un boy scout.
Es esa moral, precisamente, la que lo coloca entre un lugar intermedio, a idéntica distancia de la policía y del mundo del delito. Y esa moral, finalmente, es la contracara de su radical soledad.
En “Dormir y despertar”, el escritor norteamericano Francis Scott Fitzgerald (que Marlowe asimila a la figura de Roger Wade, ese talento malogrado) había escrito: “Es asombroso lo malo que puede llegar a ser un mosquito, mucho peor que un enjambre. Contra un enjambre uno puede prepararse, pero un mosquito adquiere personalidad: la odiosa, siniestra categoría de la lucha a muerte”.
Fitzgerald lo sabe, ése es uno de los grandes temas norteamericanos: el héroe solitario, ese Edipo que viene a resolver imaginariamente las contradicciones de la comunidad (aun cuando esté atravesado por las suyas propias). Probablemente Philip Marlowe sea la última gran encarnación de ese heroísmo desgarrador y probablemente sea por eso que hoy todavía debemos recordarlo.
Triste, solitario y final
Le gustaba mucho el cine y vio bastantes películas durante la década del treinta, al punto que (como Manuel Puig, muchos años después) podía reconocer los papeles que las actrices de segunda línea habían desempeñado en cada una de ellas.
Le gustaba también el ajedrez y solía jugar, solo en su casa, partidas clásicas tomadas de libros. Era ateo y muy cariñoso con los animales. En Los Angeles vivió siempre solo: en un departamento de un ambiente, en uno más grande después, y en una casita en el distrito de Laurel Canyon, que fue alquilando entre mediados de la década del treinta y mediados de la década del cincuenta. En ese mismo lapso aumentó sus honorarios profesionales de veinte dólares por día (más los viáticos) a cuarenta (en 1947) y cincuenta (en 1958).
Le gustaban los autos caros. Tuvo, entre otros, un Chrysler y, en su mejor momento, un Oldsmobile descapotable. Usaba sombrero, fumaba tabaco (en cigarrillos o en pipa) y tomaba mucho whisky. Gracias a Marlowe, todos nos aficionamos a tomar gimlets: partes iguales de gin y jugo de lima. “Deja chiquito al martini”, le dijo una vez Terry Lennox.
Aunque no haya datos precisos, hay quienes piensan que en los años sesenta se mudó a San Francisco, donde hasta el final de sus días trabajó y alimentó gatos vagabundos.
Aunque no hemos podido verificar sus registros académicos, se sabe que cursó estudios superiores durante un par de años en Oregon: ¿la University of Oregon (Eugene) o la Oregon State University (Corvalis, Oregon)? Salvo para contar un accidente deportivo (jugaba al rugby) que le destrozó la nariz (reconstruida en el quirófano), tampoco se refirió nunca a sus años de college, aunque es probable que, becado, siguiera algunos cursos de literatura, dados los conocimientos en la materia de los que gustaba hacer gala. En su madurez, al menos, podía conversar con fluidez sobre Flaubert, Anatole France, Shakespeare, T. S. Eliot, Hemingway o Kafka (autor que no le simpatizaba porque sostenía una concepción sobre la ley radicalmente diferente de la suya y, sobre todo, porque consideraba snobs a sus seguidores). Le gustaba contar historias (tenía una memoria prodigiosa y una obsesión por el detalle que muchos de sus contemporáneos hubieran querido para sí). Se conserva una parodia (que él atribuye a otro escritor) de un texto de Francis Scott Fitzgerald, “el más grande escritor borracho” de todos los tiempos. Tampoco hemos podido verificar su expediente militar, pero su edad lo habría eximido de participar en las dos grandes guerras del siglo XX.
Tenía ojos color café y pelo castaño oscuro que, en su madurez, encaneció ligeramente. Medía 1,84 de altura y era corpulento. Hacia finales de marzo o principios de abril de 1939 (cuando tenía 37 años) pesaba cerca de 90 kilos, diez más que su peso promedio, tal vez por el exceso de bebida o por la vida sedentaria: solía practicar algo de gimnasia y de boxeo pero, con los años, cada vez menos. A partir de 1947, cuando cumplió 45 años, comenzó a mentir su edad (más por necesidad profesional que por coquetería). En 1952, por ejemplo, confesaba 42. Entonces pesaba 87 kgs. Dos años después pesaría 84 kgs. Algo lo consumía por dentro.
Los Angeles Confidencial
En 1926, a los 24 años, se trasladó a Los Angeles, ciudad que no abandonaría sino hasta la década del sesenta. Trabajó como investigador de una compañía de seguros y luego, a las órdenes de Taggart Wilde, en la oficina del fiscal de distrito de Los Angeles, de donde fue despedido por insubordinación. En esos años, una de sus pocas amistades (de esas amistades anglosajonas que, como decía Borges, comienzan saltándose la confidencia y terminan obviando la charla) fue el jefe de Homicidios de la oficina del sheriff de Los Angeles, Bernie Ohls, quien intervendría en su favor todavía en la década del cincuenta.
Desde 1938 tuvo una oficina ruinosa en el sexto piso del edificio Cahuenga, en el centro de la ciudad, al lado del cual funcionó durante algún tiempo la cafetería Mansion House. Allí recibía a sus ocasionales clientes: luego de su despido consiguió una licencia de investigador privado pero (a diferencia, por ejemplo, de Sam Spade) siempre se negó a integrar una compañía de seguridad privada de las muchas que proliferaban en Los Angeles en su momento (solía burlarse de su amigo George Peters, quien trabajaba para la Organización Carne, una de cuyos normas internas rezaba: “Los funcionarios de la Organización Carne se visten, hablan y se comportan como caballeros en todo lugar y en todo momento. No hay excepciones a esta regla”).
Nunca aceptó casos de divorcio y, en general, siempre prefirió aquellos que lo pusieran en contacto con el “gran mundo”, debilidad enfermiza que en 1952 lo llevó a la playa de estacionamiento de The Dancers, un exclusivo club californiano donde conoció a Terry Lennox y, a partir de la aventura en la que se vio envuelto, a la que sería su única y tardía esposa.
Aunque no se conserven fotografías de Philip Marlowe (muchos pretendieron hacerse pasar por él), sabemos que sus rasgos no dejaban adivinar a un policía. Según sus propias palabras, la Sra. Grayle le habría dicho a fines de la década del treinta: “Es usted demasiado buen mozo para dedicarse a esa clase de faenas”. Era, en efecto, “buen mozo”, en el estilo de Cary Grant (parecido referido por Raymond Chandler) y muy consciente de su atractivo. En 1952, no sin ironía, le preguntó a un policía: “¿Quiere decir que porque soy alto, moreno y guapo alguien podría contemplarme?”, y hacia 1957 llegó a decir: “Si llego a quedarme un poco más me habría enamorado de mí mismo”.
Ese narcisismo exacerbado probablemente se originó en algún trauma de infancia no resuelto, fue causa de su recalcitrante soltería y oscureció sus relaciones con hombres y mujeres. En 1938 confesó: “Prefiero los gusanos. ¿Sabía Ud. que hay gusanos de ambos sexos y que un gusano puede amar a cualquier otro gusano?” (por cierto, otra forma de decir gusano es verme).
Gustaba de manejar categorías psiquiátricas y psicoanalíticas en su caracterización de las personas, si bien desconfiaba profundamente de los médicos. En última instancia, sólo había personas que le gustaban o que le desagradaban moralmente, pero nunca consiguió sostener una relación que no lo dañara o que no considerara una invasión de su mórbida tendencia a la desdicha.
En 1941 confesó ser “una persona de mentalidad amplia”. Apenas tres años antes (tenía entonces 36 años y pesaba poco más de 85 kilos) se lo oyó decir: “Las mujeres hacían que me sintiese mal”. En 1939, charlando consigo mismo o pensando en voz alta (prácticas, ambas, que cultivaba maniáticamente), dijo: “Es una buena chica (...). A cualquier tipo le conviene una buena chica”. Y se contestó: “Pero a mí no”. A fines de 1952 le contaba a un editor: “Me gustan la bebida, las mujeres, el ajedrez y algunas otras cosas”.
Pese a sus tensiones emocionales y sexuales (o precisamente por eso), las mujeres solían caer a sus pies. Le gustaban con igual intensidad las rubias y pelirrojas (“sinuosas, refulgentes, tenaces y pecadoras”) y los hombres altos y morenos (“no me era difícil comprender que las mujeres perdieran la cabeza por él”, reconoció de un tal Lovery en 1943), pero si hubiera que caracterizar su relación con las mujeres habría que decir que Philip Marlowe, esa máquina célibe, era intensamente misógino (una carcajada femenina bastaba para condenar al infierno a quien la había proferido). Por cierto, fiel a la época que le tocó vivir, fue también profundamente homofóbico.
Un corazón simple
Cuando ya nadie esperaba una claudicación semejante, se casó en 1958 con una rica heredera, Linda Potter, cuya hermana había sido brutalmente asesinada. Pero no estaba hecho para eso y el matrimonio no tuvo final feliz. Aunque las razones, queda dicho, eran un poco más complejas, en 1939 confesó: “Estoy soltero porque no me gustan las esposas de policías”.
Si aceptó casarse pese a sus prejuicios contra el matrimonio fue porque Linda se lo pidió en el peor momento de su vida, cuando estuvo al borde de la locura o el suicidio. Poco antes de dar el sí, había pensado: “Fuera adonde fuera, hiciera lo que hiciera, esto era lo que encontraría al volver: una pared vacía en una habitación vacía de una casa vacía. Dejé la copa en una mesita baja sin siquiera probarla. El alcohol no era la solución. Nada era una solución, excepto un corazón endurecido que no pidiera nada a nadie”.
Tortuoso, solitario, endurecido a fuerza de voluntad, no tenía amigos porque no le gustaba hablar de sí mismo ni de sus problemas. El único hombre que consiguió sostener una relación profundamente afectiva con él estaba también muy al borde y Marlowe terminó apartándose de él en 1952, harto de sus dobleces.
Aunque no llegó a ser un alcohólico (odiaba la debilidad que toda dependencia implica), muchas veces se emborrachó por el abatimiento moral que sentía. Sus episodios de angustia eran recurrentes: a fines de 1938 contaba: “Nadie vino a la oficina. Nadie me llamó por teléfono. Seguía lloviendo”. Por esa época la vida le parecía “bastante insípida”.
En 1947, contaba, “cuando me encontré en el silencio vetusto de la pequeña sala de espera, volví a sentir la sensación familiar de haberme caído al fondo de un pozo seco desde hace veinticinco años, al que jamás se acercará un ser humano”. Si la sensación se refiere a un episodio de infancia o no es imposible saberlo, pero lo cierto es que esa angustia existencial no lo abandonó nunca. “Ya está bien, Marlowe –se decía ese año infausto, al borde de la disolución–. No hay nadie. Nadie tiene ganas de hablar contigo. Colgué. ¿Y ahora a quién vas a llamar? ¿Tienes en alguna parte un amigo a quien le gustaría oír tu voz? No, ni uno. Tiene que sonar el teléfono. Necesito que alguien me llame, para reestablecer el contacto (...). Todo lo que quiero es romper esta atmósfera de planeta muerto.”
Vivió siempre en esa atmósfera, desgarrado, aprisionado en una dialéctica del ser y el parecer, que el existencialismo de moda en su época no hizo sino potenciar en él hasta la angustia: se consideraba un “dulce” pero necesitaba parecer “duro” (“Si no fuese duro, no estaría vivo. Si no pudiera ser dulce, no merecería estarlo”, le dijo a la que sería su esposa). Le gustaba que sus gemidos parecieran gruñidos. Quería transformar su belleza en un signo de virilidad. Podía frecuentar tanto los bajos fondos (a donde lo llevaban sus investigaciones) como la high society (a donde iba guiado por su curiosidad casi antropológica).
Fue, en suma, un individuo de clase media dominado por “la misma esperanza siempre frustrada de una vida fácil”. Pero esa vida fácil, que pudo inclinarlo hacia el delito (como a muchos de aquellos con quienes se cruzaba) o llevarlo a ser un zángano (como a su ocasional amigo Terry Lennox), en el fondo lo repugnaba por su ausencia de moral.
Verdad y método
Como detective (se lo recuerda como el más grande de todos los tiempos) era bastante miope y nunca veía lo evidente o, al menos, así es como le gustaba contar sus casos. El detective clásico (digamos, el Auguste Dupin de Poe) ve lo que está allí pero nadie ve. Marlowe, parecería, no ve aquello que cualquiera vería allí donde está. Cada vez que contaba una de sus aventuras todos caían siempre en sus trampas retóricas que son, en realidad, la máscara a partir de la cual nos muestra su incompetencia.
¿Cómo es posible que en todos sus “grandes casos” siempre se le escapara, hasta último minuto, la culpabilidad de las mujeres hermosas (Eileen Wade, Carmen Sternwood, Dolores, Velma)? ¿Cómo es que nunca fue capaz de reflexionar sobre la relación entre la culpabilidad criminal de esas mujeres y la culpa original (casi una antropología metafísica y católica) de la Mujer? Nos abstendremos de psicoanalizar a Marlowe, porque no viene al caso, pero allí está (en el fondo de su torturada conciencia) su madre soltera como única explicación posible de su imposibilidad para ver lo evidente (la culpa criminal y el lastre psicológico).
Su concepción de la ley era, como correspondía a su oficio, a su país y a su época, totalmente sustancialista y alejada de todo formalismo jurídico (nada de Kelsen, mucho de Carl Schmitt). De allí su confianza ciega en su propio criterio y en la ineptitud de cualquier institución jurídica. De acuerdo con su perspectiva siempre había una repartición de penas y castigos, pero siempre fuera del aparato burocrático, al que consideraba (no sin razón) corrupto. En 1939 Marlowe no entrega a la Justicia a una asesina porque era epiléptica y tomaba láudano. Exige, en cambio, que la pongan en tratamiento.
Raymond Chandler, un poco celoso de la heroificación que de Marlowe hacían sus lectores, llegó a decir que tenía “la conciencia social de un caballo”. Lo cierto es que su moral era bastante primaria. En 1958 cuenta cómo una mujer (malévola, como todas) arroja una colilla fuera del auto, estacionado en las montañas. Marlowe se baja del auto, lo apaga con el pie y dice: “Esto no se hace en las montañas de California, ni siquiera fuera de temporada”. La moral de un boy scout.
Es esa moral, precisamente, la que lo coloca entre un lugar intermedio, a idéntica distancia de la policía y del mundo del delito. Y esa moral, finalmente, es la contracara de su radical soledad.
En “Dormir y despertar”, el escritor norteamericano Francis Scott Fitzgerald (que Marlowe asimila a la figura de Roger Wade, ese talento malogrado) había escrito: “Es asombroso lo malo que puede llegar a ser un mosquito, mucho peor que un enjambre. Contra un enjambre uno puede prepararse, pero un mosquito adquiere personalidad: la odiosa, siniestra categoría de la lucha a muerte”.
Fitzgerald lo sabe, ése es uno de los grandes temas norteamericanos: el héroe solitario, ese Edipo que viene a resolver imaginariamente las contradicciones de la comunidad (aun cuando esté atravesado por las suyas propias). Probablemente Philip Marlowe sea la última gran encarnación de ese heroísmo desgarrador y probablemente sea por eso que hoy todavía debemos recordarlo.
Triste, solitario y final
Le gustaba mucho el cine y vio bastantes películas durante la década del treinta, al punto que (como Manuel Puig, muchos años después) podía reconocer los papeles que las actrices de segunda línea habían desempeñado en cada una de ellas.
Le gustaba también el ajedrez y solía jugar, solo en su casa, partidas clásicas tomadas de libros. Era ateo y muy cariñoso con los animales. En Los Angeles vivió siempre solo: en un departamento de un ambiente, en uno más grande después, y en una casita en el distrito de Laurel Canyon, que fue alquilando entre mediados de la década del treinta y mediados de la década del cincuenta. En ese mismo lapso aumentó sus honorarios profesionales de veinte dólares por día (más los viáticos) a cuarenta (en 1947) y cincuenta (en 1958).
Le gustaban los autos caros. Tuvo, entre otros, un Chrysler y, en su mejor momento, un Oldsmobile descapotable. Usaba sombrero, fumaba tabaco (en cigarrillos o en pipa) y tomaba mucho whisky. Gracias a Marlowe, todos nos aficionamos a tomar gimlets: partes iguales de gin y jugo de lima. “Deja chiquito al martini”, le dijo una vez Terry Lennox.
Aunque no haya datos precisos, hay quienes piensan que en los años sesenta se mudó a San Francisco, donde hasta el final de sus días trabajó y alimentó gatos vagabundos.
wena
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