miércoles, 19 de mayo de 2010

Perfil Marlowe


Sombrero Stenton, corbata y gabardina; cara de Humphrey Bogart, James Garner, Robert Mitchun, Elliott Gould, James Caan; humo de cigarrillo psicoanalítico y el sempiterno gimlet como una debilidad moral. En Marlowe todo propósito de belleza debía transformarse en virilidad. Ese desaliño nunca comprometedor del solitario narcisista ("me miró como si yo hubiera salido del océano con una sirena ahogada bajo el brazo"), y un reducto de escrúpulo ante la suciedad de los derrotados (“el marco de la puerta estaba tan sucio que me dieron ganas de tomar un baño de sólo mirarlo"). Dicen que dijo, en cierta ocasión: “si llego a quedarme un poco más me habría enamorado de mí mismo”.

Le gusta matar el tiempo, aunque sabe muy bien lo que le cuesta morirse. “Me gustan la bebida, las mujeres, el ajedrez y algunas otras cosas”. Cuida un gato al que no consigue engañar, y solo confía, cuado lo hace, en esas fatales rubias platino de las que nunca entiende suficientemente su culpabilidad. Sabe que a cualquier tipo le hace falta una buena chica, “pero a mí no”. Embrollado en su psicoanálisis clasificatorio, no se apercibe de su culpa original. La de las mujeres. Esto le impide consumar su misoginia, y nunca consigue una relación que no le maltrate. Ni tan siquiera cuando, cosas del celuloide, se casa con la rica heredera de un magnate amoral. Esos escrúpulos son los que le impiden aceptar casos de divorcio. En una ocasión no entrega a la Justicia a una asesina porque era epiléptica y tomaba láudano, pero exige que la pongan en tratamiento. “Si no fuese duro, no estaría vivo. Si no pudiera ser dulce, no merecería estarlo”.

Con un indudable buen gusto literario, una memoria portentosa y una obsesión por el detalle irrelevante, siempre hay una trampa tan evidente que nunca es tarde para pisar. La culpa es de sus premisas: las personas se clasifican en dos, las que le desagradan y las que le gustan moralmente. Sabe que existen ciento noventa formas de ser un canalla y él las conoce a todas. Su método es el interrogatorio: “en mi trabajo hay un tiempo para preguntar y otro para dejar que el interrogado hierva hasta salirse”. En un delirante capítulo de su mejor novela, llega a auto-interrogarse delante de la policía, que escucha atónita la escenita. Eso no le libra de unos cuantos mamporros, por supuesto.

De honestidad a toda prueba en sus honorarios, su sentido de la justicia es tan particular como el de la Norteamérica de los años 30 y 40: bien lejos de todo formalismo jurídico. Parece destilar antipatía tanto por los bajos fondos como por la alta sociedad, que es donde pisa todos los cepos. Una vez tiene que parar el Oldsmobile para apagar un cigarrillo con carmín que una mano de uñas rojas arroja negligente por la ventanilla del vehículo que persigue: “esto no se hace en las montañas de California, ni siquiera fuera de temporada”. La moral de un boy scout.

Solitario empedernido, no le gusta hablar de sí mismo ni de sus problemas. En esa alexitimia se fragua lo más triste y valioso del detective Marlowe. (“Sus ojos grises estaban tan vacíos como los agujeros de un antifaz"). Se resigna a los adioses largos, siempre a la espera de una nueva muñeca. “Nadie vino a la oficina. Nadie me llamó por teléfono. Seguía lloviendo”.

“Fuera adonde fuera, hiciera lo que hiciera, esto era lo que encontraría al volver: una pared vacía en una habitación vacía de una casa vacía. Dejé la copa en una mesita baja sin siquiera probarla. El alcohol no era la solución. Nada era una solución, excepto un corazón endurecido que no pidiera nada a nadie”. No cree en el suicidio.

Fuente: mntcr

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