Desde hace años tengo una discusión con con un amigo, respecto de cuál es el mejor Philip Marlowe del cine. El sostiene –y consta en el principio de Manual de perdedores– que es Humphrey Bogart. Yo creo que no, que es Robert Mitchum. Esta noche –y es noticia– dan por Europa Europa la notable Adiós muñeca (1975), de Dick Richards, en estreno; y la semana que viene la versión londinense de The big sleep, de Michael Winner (1978). Fíjense lo que hace el siempre entornado Mitchum en las dos –disímiles, desparejas– versiones de las novelas de Raymond Chandler y después me dicen. Yo creo que no pueden quedar dudas.
El equívoco generalizado de preferir al dotado Bogart –mejor actor que Mitchum, sin duda– surge desde el momento en que Bogart hizo el único Sam Spade imaginable en El halcón maltés, de John Huston, en 1941 y después, (definitivamente endurecido y cómodo en el mito naciente tras Casablanca y Tener y no tener) saltó del filoso y ambiguo personaje de Hammett al caballero andante de Chandler en The big sleep, de Howard Hawks (1946), sin cambiar nada: cinco años después se puso la misma pilcha, el mismo blanco y negro e hizo lo mismo excepto el detalle de tocarse la oreja. Y mató. Así fusionó los dos personajes en la memoria y el imaginario colectivo con la base de dos películas y directores excepcionales. Pero él, flaco, con esa mandíbula y esos dientes apretados, era y es Spade. Nunca Marlowe. Y no es raro que Bogart con esa única actuación haya dejado marca definitiva en el personaje de Chandler porque no hubo entonces entre los que lo interpretaron nadie que le hiciera sombra. Para nombrar sólo los principales: ni sus coetáneos Dick Powell y Robert Montgomery ni mucho menos –ya en los sesenta– el tonto de James Garner o el enrulado Elliott Gould que usó Altman para ironizar sobre El largo adiós compusieron un Marlowe digno y convincente.
Así hubo que esperar treinta años para que un Mitchum ya de vuelta, al filo de los sesenta años, gastado y sabio, pusiera las cosas en su lugar. Con el glorioso cine negro, Chandler y Bogart muertos hacía rato, y con espacio y tiempo suficientes para una reconstrucción “de época” sin excesos, el versátil Dick Richards –famoso sobre todo por las grandes películas que no hizo o se perdió de dirigir: Tiburón y Tootsie, dicen– eligió Farewell, my lovely (Adiós, muñeca), segunda novela de Chandler y de Marlowe, doblemente transitada en los primeros cuarenta y con buena versión enredada de Edward Dmytryk, y encaró el guión impecable y selectivo de David Zelag Goodman (Los perros de paja, entre otras) con criterio de fan nostalgioso pero no boludo: hizo, en colores, la película que le hubiera gustado ver o que veía en sus sueños adolescentes en blanco y negro. Puro clima, pura atmósfera sin adjetivos excesivos, Adiós muñeca es una joyita.
El guión de Goodman se cargó entero un personaje –Anne Riordan, que tocaba el corazón de Philip–, pero así aclaró una trama compleja y le dejó todo el campo sentimental a la terrible Velma a la que una Charlotte Rampling todavía enterita le pone los ojos y la frente de Bacall. Además, Goodman y Richards inventaron una gorda mala inolvidable y engalanaron dos secundarios de marca, para recordar: nada menos que Jim Thompson (sí, el novelista, el de El asesino dentro de mí) es el juez corrupto casado con Velma, y hay un violento y fugaz Sylvester Stallone en vísperas de Rocky que muere por tocar una rubia ajena. Y hay más: John Ireland y Harry Dean Stanton son el policía bueno y el malo, todo un tema chandleriano.
Lo de Mitchum es simplemente perfecto. Sin hacer casi nada: pone la cara, camina levemente escorado. La luz –el neón, los focos amarillentos– no lo ilumina, lo modela. Los actores actuales no saben usar sombrero, siempre parecen disfrazados. El nació con el sombrero puesto. Está de vuelta, pero cree, vive solo pero tiene amigos, le pegan y pega, cuida al grandote Moose y al nene mulato pero besa a la yegua y le dispara cuando duele y corresponde. Este es el Mitchum que a los 58 años hizo el mejor Marlowe que existe.
La otra película, la remake de The big sleep que hizo en 1978, apenas tres años después, Michael Winner –el inglés que alguna vez dirigió a Brando haciendo Henry James y después se especializó en la saga de Bronson vengador–, tiene, si se piensa o sabe de dónde viene la cosa, dos problemas: debe lidiar con el clásico de Hawks en la memoria de los espectadores y con una (insólita) localización setentista en Londres que enrarece todo. Marlowe –es decir: Mitchum– anda en Mercedes descapotable, pasa tarifas en libras y usa Rolex. Es probable que el argumento –la adaptación es suya, de Winner– se entienda mejor que en la de 1946, pero no están Faulkner ni Leigh Brackett en el guión. Ni Chandler por ninguna parte. Aunque cabe ser justos y aceptar que este final es más acorde con el espíritu de la novela que el de la versión clásica, que forzaba el necesario happy end de Bogart-Bacall. Otras secuencias, en cambio, están calcadas de la de Hawks, pero sin clima.
El reparto es lujoso: el viejo general que recibe en el invernadero es nada menos que James Stewart (el otro yanqui importado para dar clima), la hija atorranta mayor es Sarah Miles, que hace el papel de Bacall pero loca, y está Joan Collins antes de la fama televisiva. Oliver Reed es buen actor; Richard Boone tiene una cara de malo bárbara y las escenas de acción son las que mejor le salen a Winner.
El resto es Mitchum sin sombrero, un fuera de ambiente pero no de papel, veterano escéptico que mientras encamina/enmascara los hechos y protege el orgullo del viejo general agonizante dentro de la piel de Marlowe, insinúa que sus malvados de La noche del cazador y Cabo de miedo no se rinden.
Fuente: Juan Sasturain
jueves, 20 de mayo de 2010
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