miércoles, 19 de mayo de 2010

Raymond Chandler y la génesis del cine negro

Raymond Chandler nace en Chicago el 23 de julio de 1888, pero cuando su padre, un ingeniero alcohólico que trabajaba para una compañía ferroviaria, les abandona, su madre, irlandesa de nacimiento, se trasladará a Inglaterra con el pequeño. Allí contarán con el apoyo de su tío, un próspero abogado. A los doce años, y tras superar sus estudios elementales, ingresa en el Dulwich College, colegio privado donde recibirá una educación clásica, genuinamente británica.

Un dato curioso: el célebre autor cómico P.G. Wodehouse impartía clases prácticas de narrativa en dicha institución; quizás, y de una manera bastante retorcida, se encuentre en la desopilante y vitalista ironía de este probable profesor el origen del duro sarcasmo que Chandler convertirá en una de las señas de identidad de su más célebre creación, un noble detective privado que hará del cinismo una pose y una armadura. Un oscuro y dudoso homenaje al humor británico, si tal fuese efectivamente el caso.

Finalizada esta etapa, el joven Raymond prefirió la bohemia instrucción que le proporcionaron las calles de París y Munich a la más formal y académica de las aulas universitarias. En 1907 obtiene la nacionalidad británica lo que, entre otras cosas, le permitió opositar y obtener una plaza como funcionario del Almirantazgo. Durante este breve periodo de su vida nacerá una vocación literaria que, significativamente, verá la primera luz de las imprentas con la publicación de un poema. Después nadie como Chandler escribirá novela negra con la bella y sanguinolenta cadencia de un Shakespeare que, con un revólver en la guantera, conduce por las soleadas y corruptas avenidas de Los Ángeles.

Aunque su familia le presiona para que no abandone la áurea y segura mediocridad de su puesto como administrativo, a Raymond le disgustaba tanto el disciplinado servilismo que impera en su oficina, que decide reconvertirse en aventurado reportero que trabaja por libre. Tanto su tío como su madre tendrán sobradas oportunidades de recordarle sus ignoradas advertencias; a duras penas consiguió ganarse la vida vendiendo sus trabajos a periódicos como el Daily Express o la Western Gazette. Entretanto, proseguía escribiendo poesía de estilo romántico.

Con veinticuatro años, regresa a Estados Unidos y se instala provisionalmente en Los Ángeles. Durante esta dura y solitaria etapa se dedicó a variopintos trabajos: cortador en una fábrica de raquetas de tenis, peón en las campañas de recogida de fruta... Un curso por correspondencia le permite obtener un diploma de contabilidad y éste, un trabajo mejor.

En 1917 el gobierno estadounidense, tras muchas vacilaciones, decide participar en la Gran Guerra; ocasión que aprovechará el joven Chandler para volver a satisfacer la sed de emociones de su alma inquieta. Alistado en las filas de la fuerza expedicionaria canadiense, combate en las trincheras y, casi al final del conflicto y en una base inglesa, recibe entrenamiento de la RAF.

Firmado el armisticio, vuelve a instalarse en Los Ángeles; esta vez ha llevado a su madre consigo. Allí conocerá a la que habría de convertirse en su esposa, Cissy Pascal, una divorciada dieciocho años mayor que él. Para no disgustar a su irlandesa, católica y obstinada madre, que, por supuesto, no aprobaba dicha relación, Raymond y Cissy aplazarán su boda hasta 1924, cuando ya la primera señora Chandler no forme parte del reino de los vivos.

Hacia 1932, su carrera como contable da un vuelco espectacular, ya que es nombrado vicepresidente de una compañía petrolífera; puesto en el que nuevamente permanecerá apenas un año. Entre los motivos alegados para su despido, encontramos alcoholismo, absentismo laboral y un intento frustrado de suicidio.

Y ese fue el desastroso preámbulo de su carrera como escritor profesional. Echándole un pulso a la necesidad escribió ‘Los chantajistas no disparan’ (1933), relato que logra publicar en ‘Black Mask’, mítica revista dedicada a los relatos policiales y de misterio. Siguieron otros relatos donde se fueron recreando ambientes y tipos humanos que habrían de ponerse de largo en su primera novela, ‘El sueño eterno’ (1939), rápidamente convertida en un éxito de ventas y a la postre, y con permiso de Dashiell Hammett, en hito fundacional de un género que gozará de una larga y fecunda existencia: la novela negra.

"Eran aproximadamente las once de una mañana de mediados de octubre sin sol y con una copiosa lluvia en la claridad al pie de las sierras. Llevaba yo mi traje azul pólvora, camisa azul oscura, corbata y un pañuelo desplegado, zapatos gruesos y negros, calcetines negros de lana, con cuadrados azul oscuro. Estaba pulcro, limpio, afeitado y sobrio y me importaba muy poco quién lo supiera. Era en todo el detective privado tal cual debe ser. Iba a pedir cuatro millones de dólares ".

Así hace acto de presencia un tipo con nombre de príncipe y apellido de dramaturgo isabelino: Philip Marlowe. Un solitario fulano que juega al ajedrez consigo mismo, construyendo círculos viciosos de un onanismo descarado y lacerante. Paradoja inevitable, metáfora del sino de sus desventuradas aventuras: automáticamente sus pequeñas victorias le suponen, como mínimo, otras tantas derrotas. Coleccionista de tragos que mitigan la memoria de sus decepciones. Maestro en el arte de esgrimir el comentario más mordaz y oportuno.

Ácrata desencantado de cualquier redención personal o colectiva, pasada, presente o futura. Y, sin embargo, “no acepta con deshonestidad el dinero de nadie, ni la insolencia de nadie sin la correspondiente y desapasionada venganza”.

En 1946, Howard Hawks lleva ‘El sueño eterno’ a la pantalla de los cines y pone a Marlowe la cara de Humphrey Bogart; le da la réplica su esposa en la vida real, Lauren Bacall, quien, con el aspecto físico ideal para la ocasión, compondrá un referente irrenunciable para todas las actrices que en adelante se enfrenten al ambiguo papel de rubia peligrosa de cine negro. Bogart no hubiese sido la elección de Chandler, ya que imaginaba a su personaje más con el terco y preciso desenfado elegante de un Cary Grant; obvia decir que ningún productor cinematográfico le complació a este respecto. Un dato cinéfilo: Raymond Chandler, contratado por Hollywood, ejercerá años más tarde de guionista para Billy Wilder y Alfred Hitchcock; para este último y sin mucha convicción, dudaba de la verosimilitud de la historia, escribió el guión de Extraños en un tren (1951), basándose en la novela homónima de Patricia Highsmith.

Pero volvamos a Marlowe. Durante veinte años y siete novelas pateará las aceras de Los Ángeles, conducirá por carreteras que bordean acantilados californianos, forzará cerraduras de lujosas mansiones con playa privada y las de pestilentes tugurios, perseguirá a rubias platino o pelirrojas cuyas bellas y armoniosas curvas sólo son comparables a su perverso materialismo, actuará como guardián de pobres niñas ricas, mimadas hasta el extremo de incluir la pornografía y el asesinato entre sus inocentes caprichos...

Quedan lejos los detectives "amateurs" de la novela-problema británica, lejos el idílico, pero criminal, universo rural de Miss Marple, la perspicaz y talludita detective creada por Agatha Christie, donde los elementos del puzle eran bastante estables y sólo requerían ser reordenados, donde el único problema podía reducirse a una ecuación de sentimientos o intereses encontrados, que la flemática señorita resolvía entre el paseo matutino y la taza de té de las cinco. Marlowe y sus descendientes tienen un escenario muy distinto: la ciudad, una jungla de asfalto donde impera la ley del más salvajemente frío y calculador; una caseta de espejos de feria donde el aspecto tanto físico como, sobre todo, moral de los personajes puede mutar con tan solo avanzar unos pasos, pasando una de esas páginas de pulpa de papel que con tan irónica y sádica nostalgia, mucho después, habría de homenajear Quentin Tarantino. Pura inestabilidad, continuo desequilibrio imposible de restaurar. Tan sólo apañárselas, sobrevivir, aceptar la dinámica del juego para poder participar en él, pero no sus reglas. El detective actúa manteniendo su conciencia al margen, se ensucia el traje, las manos, la cara de polvo, grasa, sangre pero preserva su alma impoluta.

Sin el salvavidas de su orgullo, su carrera no tardaría en bascular hacia el ojo del huracán, para hundirse rápidamente en el cieno movedizo que supura el corazón corrupto de la ciudad.
El autor confesó haber proyectado algunas características propias en su personaje; Marlowe ha leído incluso a Proust y es un fanático del cinismo y las metáforas poéticas (algunas de las cuales saborearon, estoy seguro de ello, Burroughs o Bukowski). Pero le completó con cualidades que le hubiese gustado poseer y no tenía: fuerza y destreza atléticas para defenderse a puñetazo limpio de cualquier agresión, independencia y seguridad emocionales, la sangre fría suficiente como para esquivar una bala o renunciar al beso de rubias empeñadas en introducirle la lengua en la boca “con la contundencia de un karateca”. Marlowe nunca traiciona, ni se traiciona. Quizás por eso, y pese a numerosos y atractivos ofrecimientos, tampoco mezcla nunca trabajo y sexo.

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