sábado, 22 de mayo de 2010
¿Cómo leer a Chandler?
Cada tanto, las editoriales que se dedican a novelas negras reeditan sus obras: El sueño eterno (1939) —la primera novela del autor. Adiós, muñeca (1940) —de ser posible con la traducción de César Aira. La dama en el lago (1943), La ventana siniestra (1943), La hermana menor (1949) y la emblemática: El largo adiós (1952).En todo caso, bien por Chandler. ¡Y mejor para sus lectores!
El viejo Raymond no escribió mucho: siete novelas —muchas de ellas refundiendo textos anteriores—, una serie de cuentos cortos y algunos guiones para el cine. Su primer cuento, "Blackmailers don't Shoot" (Los chantajistas no disparan), fue publicado en 1933 por Black Mask, pionera publicación pulp que marcó toda una época en la literatura policial. El padrino literario de Chandler no fue otro que Dashiell Hammett: él se encargó de conseguir que esta primera publicación apareciera en la legendaria revista. Es un momento trascendental para el policial negro: el Sam Spade de Hammett se eclipsa y le cede el trono detectivesco a un Philip Marlowe algo menos lírico, algo más desencantado del mundo.
En el momento de publicarse "Blackmailers don't Shoot", Chandler ya tenía cuarenta y cinco años. Dos décadas más tarde, terminó su carrera como novelista con El largo adiós, editada en 1953. Al morir, en marzo de 1959, dejó una obra inconclusa: Poodle Springs. La terminó —o creyó terminarla— Robert Parker. Se hizo una deplorable película para TV, con la dirección de Bob Rafelson y con el no menos deplorable James Caan destruyendo al personaje de Marlowe.
¿Cómo leer a Chandler? Con una gran dosis de humor y una batería de antiácidos, creo. No se necesitarán conocimientos sobre venenos hindúes indetectables, tampoco hará falta que la víctima se pare sobre una única baldosa posible —y justo a las 3:30 de la tarde—, para que una ballesta dispare esa flecha mágica que le atravesará la coronilla; bastará con imaginar el impacto de una bala calibre .45 en el pecho de algún rufián.
En la obra de Chandler el enigma es, en realidad, un asunto secundario (si no fuese así, la relectura de cada una de sus novelas sería insoportable: el lector ya sabe cómo termina todo). Lo impresionante es la acción vertiginosa y el estudio de los caracteres humanos bordeando el estereotipo, jugando con el grotesco en una mezcla de brutalidad, ironía y filosofía de bar. Bar en que lector y personaje se sientan a beber bourbon en cada página. Porque, convengamos en esto, a Philip Marlowe uno lo quiere desde la primera línea, se le hace difícil separarlo de su autor. Claro que no siempre se llamó así este justiciero que a veces esquiva los caminos del procedimiento legal, este Quijote americano de los 50': en distintos cuentos, Chandler lo hace aparecer como Mallory, Malvern, Carmody y Dalmas. Pero uno puede oler a Philip Marlowe en cualquiera de estos personajes.
Adiós, muñeca
Al igual que en El sueño eterno, Chandler canibaliza algunos de sus cuentos, los cose con hilo grueso y... voilá: produce esta novela. Aquí ya se advierte al definitivo Marlowe: un perdedor caballeroso y duro, con algo de cultura y muchos principios.
—¡Me he excitado un poco! —dijo (Malloy)—. No le deseo a nadie un tropezón conmigo. ¡Subamos los dos! Podemos echar un trago.
—No te van a servir. Ya te he dicho que es un club para negros.
—Hace ocho años que no veo a Velma —dijo con su voz profunda y triste—. Ocho larguísimos años desde que le dije adiós. Y lleva seis sin escribirme. Seguro que encontrará alguna excusa. Trabajaba aquí. Buena chica, una muñeca; hay pocas como ella. En fin, ¿subimos los dos, eh?
—Vale —gruñí lleno de entusiasmo—. Subo contigo. Subiría mejor si dejaras de llevarme. Puedo andar solo. Me encuentro bien. Ya soy una persona mayor. Sé hacer pipí sin necesitar de nadie, sé hacer muchas cosas por mi cuenta. Así que no hace falta que me lleves.
—La pequeña Velma trabajaba aquí —dijo suavemente.
No me había escuchado. Subimos la escalera. Al menos me dejaba andar. Me dolía el hombro, y el sudor me empapaba la nuca.
Este fragmento pertenece al primer encuentro entre el detective y Malloy, un ex presidiario gigantesco y entrañable que busca a su novia. Será Philip Marlowe quien la localice y, al mismo tiempo, quien desenrolle la intriga que había llevado a Malloy a la cárcel.
Se hicieron dos versiones para el cine: una en 1945, dirigida por Edward Dmytryk, con Dick Powell; y otra —mucho mejor— en 1975, dirigida por Dick Richards, con Robert Mitchum y la siempre enigmática Charlotte Rampling. Para las dos películas se utilizó el mismo guión de Chandler.
La dama en el lago
Chandler traza esta novela basándose en tres relatos cortos: "Bay City Blues" (1938), "La dama del lago" (1939) y "No hubo crimen en las montañas" (1941). De nuevo Marlowe saldrá en busca de una mujer extraviada: en este caso, la esposa de un millonario californiano, ejemplar prototípico de aquellos años posteriores a la Depresión.
Coloqué una tarjeta de visita —de las que no tenían impresa la pistola ametralladora en un ángulo— sobre su escritorio, y pedí una entrevista con el señor Derace Kingsley.
(La secretaria) Miró mi tarjeta y preguntó:
—¿Está usted citado con él?
—No tengo cita.
—Es muy difícil ver al señor Kingsley sin haber concertado una entrevista.
Eso era algo a lo que nada tenía que objetar.
—¿Cuál es la naturaleza de su asunto, señor Marlowe?
—Es algo personal.
—¡Ya veo! ¿El señor Kingsley le conoce?
—No lo creo. Quizás haya oído mi nombre. Puede decirle que me envía el teniente M'Gee.
—¿Y conoce el señor Kingsley al teniente M'Gee?
Colocó la tarjeta al lado de un montón de cartas recién escritas. Se apoyó sobre el respaldo colocando sobre el escritorio un brazo bien torneado, y comenzó a dar golpecitos con un pequeño lápiz de oro.
Le guiñé un ojo. La rubia del conmutador sonrió con una sonrisa hueca. Parecía juguetona y dispuesta, pero no muy segura de sí misma, como un gatito recién llegado a una casa en la que sus habitantes no se interesan mucho por los gatos.
Marlowe se beberá sus buenas dosis de whisky mientras persigue la solución de este caso. Sólo se sentirá más viejo, más resignado, más descreído de las personas.
La dama del lago llegó al cine en 1946, dirigida e interpretada por George Montgomery. Con una particularidad narrativa: al hablarle a Marlowe, los personajes se dirigen a la cámara; es decir, toda la película está contada en cámara subjetiva desde el detective (en un momento, alguien le da un puñetazo, y en consecuencia la cámara rueda por el piso). Un buen ejemplo de "filmación en primera persona", aunque la versión era algo floja: a pesar del guión que Chandler le preparó, Montgomery no logró captar la esencia del personaje, volviéndolo una especie de superhéroe acartonado. Además, la cámara subjetiva impide la identificación del espectador con Philip Marlowe: somos sus ojos a la fuerza.
Se ha acusado a Chandler de torpe y desmañado. Puras mentiras: su escritura es sólida, llena de vida y relieve. También se le reprocha que en El sueño eterno se haya olvidado de un asesino: cuando se filmó la película —en 1946—, el director Howard Hawks y los guionistas —William Faulkner (nada menos), Leigh Brackett y Jules Furthman— no pudieron descifrar parte de la trama; consultado, Chandler admitió que ni siquiera él mismo era capaz de decirles quién había matado a uno de los personajes.
Por lo demás, ¿a quién le importa?
"Que se me muestre —dice Chandler— a alguien incapaz de soportar la novela policíaca: se tratará, sin duda, de un mentecato. Un mentecato inteligente —es posible—; pero, de todos modos, un mentecato."
Y yo pienso lo mismo.
Fuente: Marcelo Choren
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