sábado, 22 de mayo de 2010

Un curso por correspondencia

A los 44 años, Raymond Chandler tomó un curso por correspondencia para aprender a escribir porque tenía necesidad de dinero y quería cambiar de vida. Su trabajo en la industria del petróleo, donde llegó a ser un alto ejecutivo, lo tenía literalmente harto, así que se alegró cuando perdió el empleo por la crisis económica de 1930.

Pocos años más tarde, Chandler entraba a la historia de la literatura universal como uno de los padres de la novela negra, gracias a las siete novelas protagonizadas por el detective Philip Marlowe, las que acaban de ser reeditadas en un solo volumen de 1.400 páginas, Todo Marlowe (Editorial del Nuevo Extremo), tras una larga ausencia en las librerías.

Filósofo y moralista

Chandler publicó sus primeros relatos en 1933 en Black Mask, una emblemática revista fundada en la década de 1920, en pleno auge de la industria del pulp-fiction, que pagaba un centavo de dólar por cada palabra de los relatos policiales que editaba.

Para entonces, Dashiell Hammett había sentado las bases de la novela negra. A partir de Cosecha roja (1927), el relato policial debía dar cuenta de una sociedad violenta, cruel, absurda y mercantilizada al extremo de que para encontrar al culpable de un crimen se torna imprescindible contratar a un detective privado, algo así como el único ser incorruptible e inteligente que queda en el mundo.

Tras un tímido comienzo, Chandler apostó casi todas sus fichas a la construcción de ese sujeto: Philip Marlowe es el primer detective que protagoniza una saga en la historia del género, y de una novela a otra se puede ver crecer su escepticismo y su particular forma de observar la sociedad. Para Mempo Giardinelli, autor del ensayo El género negro, es un “detective-filósofo”. Para Juan Martini, quien durante su exilio español editó una colección especializada en novela negra, es un moralista que “cree íntimamente en una justicia posible que no tiene nada que ver con lo que se acepta por justicia en el mundo que le toca vivir”.

Chandler era un filósofo y un moralista. Alguna vez relacionó su obra con “el mundo corrompido en que vivimos y con el hecho de que cualquier hombre que intente ser honesto acaba pareciendo sentimental o sencillamente insensato”.

Caníbal de sí mismo

Es posible que haya imaginado la saga de Marlowe a partir de su lectura de William Faulkner. Frank MacShane, su biógrafo, afirma que Chandler escribía leyendo atentamente a sus contemporáneos y hay dos coincidencias llamativas con Faulkner: primero, la construcción de una saga, aun cuando Chandler no llegó al extremo de “fundar” un pueblo como Yoknapatawpha y puso a deambular a Marlowe por Los Ángeles, entre fines de la década de 1930 y mediados de la década de 1950;segundo, un aspecto constructivo clave de las novelas, que fue partir de relatos previos.

Faulkner llamaba a su escritura de cuentos “poner a hervir la olla”: debía producir relatos que las revistas quisieran publicar para juntar el dinero necesario para afrontar los gastos familiares, de modo que permitía casi todos los recortes y reformulaciones que le sugirieran mientras hubiera un cheque de por medio. Una vez que tenía una cierta cantidad de relatos escritos y vendidos, los entramaba y paría con ellos una novela que incluía todos los elementos censurados.

Chandler se basó en el mismo sistema, aunque no lo usó en todas las novelas de Marlowe, y lo llamó “canibalización”: se comía a sí mismo, fagocitaba lo que había escrito para producir otra cosa.

Giardinelli recuerda que hay cuentos en los que “aparece un prematuro Marlowe”, y otros donde el detective tiene otro nombre pero ya presenta todos “los elementos temperamentales” que caracterizarán al querido Marlowe.

Década gloriosa

Podría decirse que entre esos primeros y acaso débiles relatos y las posteriores y magistrales novelas no hay sólo tiempo, sino mucha lectura, mucho análisis y una disciplina increíble: Chandler se encerraba en una oficina a escribir y se prohibía cualquier actividad que no fuera ésa. Permanecer horas frente a la máquina, sin permitirse hacer otra cosa cuando no se le ocurría nada, provocaba finalmente una idea, hacía que apareciese en su mente una escena o una frase que condujese a ella.

El sueño eterno, de 1939, es la primera novela de la serie: un Marlowe duro, incorruptible y seductor, cuenta en primera persona la historia de un general que lo contrata por los problemas que le causan sus jóvenes y díscolas hijas.

Fue un éxito rotundo que alcanzó su máximo reconocimiento cuando la industria de Hollywood, pocos años más tarde, la convirtió en una película protagonizada por una pareja legendaria: Humphrey Bogart (¿quién más podía prestarle el cuerpo a Marlowe?) y Lauren Bacall. La película fue dirigida por Howard Hawks y el guión estuvo a cargo de William Faulkner.

Para entonces, Chandler ya había publicado las tres novelas siguientes de la serie: –Adiós, muñeca (1940), La ventana siniestra (1942, titulada en esta nueva edición como La ventana alta) y La dama del lago (1943)–, cuyos derechos fueron adquiridos de inmediato por las grandes compañías de cine, que además se peleaban por contratarlo a él como guionista.

Pero la experiencia no le resultó agradable, sino todo lo contrario. Cuando adaptó la novela de Patricia Highsmith en la que se basó Alfred Hitchcock para filmar Extraños en un tren (también titulada Pacto siniestro), llegó a la conclusión de que Hitchcock no había entendido el texto original, y en los créditos de la película aparece un segundo guionista porque Hitchcock lo usaba para que rehiciera cada escena que Chandler escribía.

Trampas del inconsciente

Esa década gloriosa se cierra con la publicación de su quinta novela, La hermana pequeña (1949), probablemente la más cinematográfica de toda la serie. No sólo por esos párrafos que describen una escena a la manera de los guiones cuando marcan el encuadre y la locación, y por esa apertura del relato en la oficina de Marlowe donde suena el teléfono, él atiende y deja la comunicación en suspenso hasta que mata una mosca en la que ha estado concentrado largo rato, sino también porque el mundo del cine aparecerá en los vericuetos del caso que tendrá que investigar.

El resultado no fue satisfactorio para el propio Chandler que, con gran capacidad para la autocrítica, sentenció: “En buena parte del libro perdí el contacto con mi propia manera de escribir y me salí por la tangente”. En otro momento señaló que era “el único de mis libros que me ha disgustado de verdad. Lo escribí en un mal estado de ánimo, y creo que esto se refleja en la novela”.

Vale pensar que el inconsciente le estaba jugando una mala pasada: odiaba el negocio del cine, del cual no podía zafarse por cuestiones económicas, y ciertos códigos de ese objeto maldito le contaminaron la escritura.

Para colmo, habían pasado seis años desde su anterior novela y pasarían otros cinco hasta que saliera la próxima. En la biografía de MacShane se advierte que son los años en los que duda de sí mismo, no se anima a seguir adelante pero tampoco quiere abandonar, le pesa demasiado que se haga diferencias entre una novela “policial” y una “seria” o “formal”, a lo que hay que sumarle cuestiones domésticas y algunas enfermedades –incluida una extraña alergia que le lastimaba las manos y le dificultaba escribir.

Quizás por todo ello, su sexta novela, El largo adiós (1953), es considerada la mejor de la serie. En palabras de MacShane, es “su obra más ambiciosa, en la que intentó llevar la novela de misterio a un plano donde nadie la había colocado antes que él”.

Es su respuesta a todos los que tildan a la novela negra de subliteratura: Marlowe es aquí un pobre tipo de apenas 42 años preocupado por desentrañar si un amigo lo ha estafado en el sentido afectivo, no jurídico, del término. Ése es tal vez el peor delito que pueda cometer un hombre, y no hay ley que lo sancione.

Fuente: La Voz Libros

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